En el puerto de Barcelona, el barco es una atracción para turistas y los barceloneses, que se topan con su bandera pirata a la salida de los cines del Maremàgnum.
Estatura media, delgado, rapado al uno, este ingeniero norteamericano nacido hace 31 años en Seattle (EE UU) sonríe orgulloso cuando cuenta que, capitaneados por el fundador de la organización, Paul Watson, el pasado 17 de junio liberaron una caja flotante con 800 atunes rojos capturados fuera de temporada legal. Fue en aguas libias, a 42 millas de la costa. Cinco buceadores, cuchillo en mano, cortaron la red. «El riesgo de perder el atún rojo como especie es más importante que el peligro que podamos correr», sentencia Villa, ataviado con una camiseta negra que reza «Sea Shepherd» y que se vende por 30 euros en el mismo buque. «El atún rojo podría desaparecer del Mediterráneo en tres años. Se está extrayendo cuatro veces más de lo que está permitido», recuerda mientras un grupo de turistas sigue las explicaciones de otro tripulante.
Escaleras abajo del barco, el calor se vuelve insoportable. Un comedor y una pequeña cocina sirven para preparar platos veganos (ni carne, ni pescado, ni huevos). Al fondo, una estantería atestada de DVD. Un Trivial y el Monopoly atestiguan que a estos piratas les gustan los juegos de mesa.
Paul Watson, que también fue uno de los fundadores más jóvenes de Greenpeace es, sin duda, el hombre más odiado de la industria ballenera nipona. Hace 30 años que Sea Shepherd hace campañas en la Antártida para atacar a los cazadores de ballenas. En septiembre, el buque dejará el puerto de Barcelona para dirigirse a Australia, donde el equipo preparará su próxima cruzada.
«El año pasado logramos salvar 527 ballenas», dice el navegante. Cuando avista un ballenero, el capitán ordena el ataque. El barco pirata se aproxima al enemigo, durante unos minutos navega a su lado. Los tripulantes lanzan entonces bombas de ácido butírico a la proa. «Huele a vómito, pero es inofensivo», aclara Villa. Según otras fuentes, produce irritación de los ojos y la piel.
El País