Las dos grandes cuestiones que caracterizan hoy día a los procedimientos de concentración parcelaria son, por un lado, el desajuste normativo que provoca la vigencia de una Ley preconstitucional y, por otro, la nula respuesta legal a las implicaciones urbanísticas y medioambientales que toda concentración presenta. Es decir: las dos grandes cuestiones que siempre la han caracterizado, agravadas ahora por la notoria decantación de la legislación comunitaria hacia cuestiones medioambientales y por la renovada presión que ejerce la normativa urbanística nacional y autonómica, en su (quizá vana) pretensión de proteger AHORA el entorno rural frente a la edificación indiscriminada..
Por lo que concierne al primer aspecto, resulta cuando menos chocante que treinta años después siga en vigor la Ley de Reforma y Desarrrollo Agrario y resulta cuando menos preocupante que las sucesivas leyes autonómicas se hayan limitado a reproducirla (cuando no a remitirse genéricamente a ella), sin el menor espíritu crítico, conservando en su articulado cuestiones hoy en día indefendibles, como las que atañen al acceso a la jurisdicción, con inconstitucionales limitaciones que ya no se justifican. La concentración no es otra cosa que un procedimiento administrativo y, por lo tanto y a pesar de sus muchas especificidades técnicas, el administrado debe gozar de todas las garantías que la Ley prevé para el procedimiento común, no de menos. Todo esto ha obligado al Tribunal Supremo a sentar un criterio (desde el año 1985) que, si bien con vaivenes, han venido siguiendo los distintos Tribunales Superiores autonómicos. El criterio es sencillo: si la lesión alcanza la sexta parte del valor de lo aportado la compensación habrá de realizarse en terrenos o, si ello no fuera posible, en dinero; en caso de que no la alcanzase, se realizaría en metálico. Hasta aquí la cuestión puede estar, más o menos, clara. Sin embargo surge, de inmediato, una duda. ¿Cuál es el valor que ha de tenerse en cuenta para la cuantificación de la lesión? Veámoslo. La concentración se practica tomando en consideración valores exclusivamente agrarios (edafológicos y productivos), con olvido absoluto de las cuestiones urbanísticas que puedan resultar implicadas. Dicho de otro modo, para la Administración (y la LRDA) una finca de 1 hectárea que produce 10 toneladas de trigo, situada al lado de un polígono industrial tiene exactamente el mismo valor que una finca de igual superficie y productividad ubicada a diez kilómetros de distancia. Obviamente si el valor que se determinase fuese el de mercado, la situación variaría ostensiblemente. Por lo tanto, el valor que habrá de tenerse en cuenta es el valor económico real (nercado), puesto que en caso contrario estaríamos en presencia de una auténtica expropiación encubierta, con la agravante de no existir previa ni justa indemnización. Y con otra diferencia: el presunto beneficio social que reporta el bien expropiado se convierte aquí en beneficio puramente individual (de otro propietario). Que a uno le expropien un bien para construir una autopista que todos podremos usar es una idea que puede acabar calando en el afectado, que conserva su derecho de reversión si se pervierte el destino originariamente previsto y al que, en todo caso, indemnizarán. Pero que a uno le priven de terreno de su propiedad, sin indemnización (ni previa ni posterior, ni justa ni injusta: ninguna) para que dicho terreno acabe en manos de otro particular, que nada habrá de abonar por él, y que todo este procedimiento confiscatorio sea bendecido y santificado por la Administración, es una idea que nadie, salvo el beneficiario, podrá considerar cabal ni equitativa.
Por otro lado, la descoordinación entre legislación agraria y normativa urbanística o medioambiental, convierten a la concentración en un compartimento estanco. Durante años y pese a la Directiva 85/377/CEE y al Real Decreto Legislativo 1302/1986 ( ya actualizados con recientes disposiciones), que imponen la obligación de realizar un estudio de impacto medioambiental en las concentraciones de más de trescientas hectáreas, los procesos concentradores se venían realizando con absoluto desprecio a las consecuencias que los desplazamientos de tierras, trazado de pistas (la mayoría, inútiles) y deforestación indiscriminada provocaban en el entorno. Curiosamente, las últimas leyes autonómicas “se dignan” recoger en su articulado la necesidad de un estudio de tal naturaleza. Es muy de agradecer, aunque eso no nos devuelva todo lo que se ha perdido por el camino.