Una de las características diferenciadoras de la UE frente a otros bloques económicos internacionales es la existencia de una política de cohesión. La financiación de esta política se realiza a partir del instrumento financiero que lleva su nombre: Fondo de Cohesión. El nacimiento de este fondo se remonta al tratado de Maastricht en el año 1992, como consecuencia de una propuesta de España secundada por varios países mediterráneos. El fondo de cohesión ha servido, junto a los fondos estructurales y los fondos del sector primario, para el desarrollo regional europeo. El objetivo de esta política socioestructural europea es la armonización de las regiones menos evolucionadas a través de una convergencia económica y social hacia las zonas más desarrolladas. A través de estos programas de desarrollo, se han incentivado ayudas a la inversión privada, fomento del establecimiento de pequeñas y medianas empresas como garante del mantenimiento del tejido estructural del territorio, establecimiento de programas de cooperación e integración, revitalización de zonas de crisis o programas de I+D+i y transferencia tecnológica. La evaluación de los programas implementados ha sido estudiada tradicionalmente desde la vertiente económica. Este análisis económico es claramente palpable a ojos de cualquier observador externo. En un proceso ulterior se incorporó el análisis social del programa. Este análisis incorpora los efectos de la actuación sobre la población y su feedback sobre el programa. Se trata, por consiguiente, de un análisis intuitivo. Por último se incorporó al análisis la vertiente medioambiental: un análisis intangible de la realidad que representa o puede representar una actuación en un futuro. Recientemente numerosas voces se han mostrado en contra del establecimiento de determinados proyectos que supuestamente se consideran varitas mágicas del desarrollo: aeropuertos, trenes, zonas residenciales, industrias,… Estos últimos días ha salido en prensa la noticia de la construcción del megacentro de ocio en Los Monegros: Gran Scala. A caballo entre Orlando y Las Vegas, se pretenden construir 2.000 m2 en una zona que tiene una densidad de población de 7 hab•km-2 con una inversión de 17.000 M€ que comienza a funcionar en un periodo de algo más de 2 años. Ante esta situación se plantean varias cuestiones: ¿es realmente sostenible la instalación de este centro de ocio – gran consumidor de recursos energéticos y de agua-? ¿Son correctos los baremos que se utilizan para discriminar las externalidades positivas o negativas de un proyecto? ¿Se han tenido en cuenta los efectos que esta construcción tiene en la población? ¿En qué medida se pondera el lucro del empresario y los agentes involucrados en el proyecto – constructoras, empresas de servicios relacionadas,…- con el posible beneficio de la población de la zona? ¿Poseen realmente los habitantes cercanos recursos para aprovechar esta inversión a partir de la implantación de servicios a disposición de la nueva infraestructura? ¿O serán inversores externos al medio los que se repartirán la mayor parte de los beneficios? Algunas de estas preguntas tienen respuesta. Según diversas fuentes se calcula un efecto directo en creación de empleo –directo e indirecto- de entre 30.000 y 60.000 puestos de trabajo, aumentos de la recaudación superiores a los 1.500 M€ e incremento de la población global de Aragón. Un proyecto ambicioso… ¿es sostenible?